En un colegio católico, la educación es mucho más que transmitir conocimientos: es una vocación, un llamado a acompañar a cada alumno en su camino único hacia la plenitud humana y espiritual. Ser docente no consiste únicamente en organizar clases o corregir tareas; implica orientar, servir y sembrar esperanza en cada encuentro con los alumnos y sus familias.
El maestro no impone, sino que acompaña; no juzga, sino que acoge y orienta; no se desespera ante la debilidad o el error, porque entiende que toda vida está en construcción; y no se instala en el conflicto, sino que busca caminos de crecimiento.
Este acompañamiento se extiende también a la relación con las familias, conscientes de que los padres son el primer terreno donde se forma la persona. La mirada del docente no puede ser de superioridad ni de juicio, sino de comprensión, diálogo y acompañamiento, actuando como faro y sembrador de esperanza en medio de las dificultades cotidianas.
En la práctica, esta vocación se concreta en cuatro pilares:
- Labor tutorial: Más que gestionar horarios o notas, el tutor es guía, presencia cercana y testigo de esperanza. Inspirado en San Juan Bosco, educa con amor, razón y fe, acompañando al alumno y a la familia, formando personas íntegras, capaces de amar y servir. Desde la ternura en Infantil, al descubrimiento de talentos en Primaria y la orientación hacia la autonomía y la fe en Secundaria y Bachillerato, el tutor actúa siempre con paciencia y cercanía.
- Relación con las familias: Cada tutoría debe ser un espacio de encuentro y colaboración, donde los padres se sientan escuchados, valorados y acompañados. Se trata de crear puentes, evitando juicios y resaltando virtudes y posibilidades, siguiendo el ejemplo de San José de Calasanz, que siempre buscó comprender y apoyar a las familias en la educación de sus hijos.
- Relación personal con cada alumno: La tutoría individualizada es el corazón de la educación cristiana. Conocer los dones, alegrías y dificultades de cada estudiante permite sembrar confianza, esperanza y sentido, mostrando que cada vida es valiosa y única.
- Ejercicio de la autoridad: La autoridad no se ejerce desde la imposición, sino desde el respeto, la coherencia y la paciencia, guiando a los alumnos con firmeza y cercanía para formar personas responsables y maduras.
Desde la antropología cristiana personalista, el docente reconoce la dignidad, libertad y responsabilidad de cada alumno, creado para amar y ser amado. Esta mirada educativa se inspira en el Corazón de Cristo, fuente de amor y compasión, y en el ejemplo de San Juan Pablo II, que veía en la juventud la esperanza viva de la Iglesia.
La vocación educativa es, en definitiva, un arte de acompañar y formar, donde cada gesto, mirada y encuentro puede transformar vidas, cultivar la confianza y formar ciudadanos íntegros, capaces de amar y servir en un mundo que necesita humanidad, sentido y esperanza.